Como imaginarán los entendidos en la materia, no hay (al momento de escribir esta columna) un ganador “proclamado” resultante de la segunda vuelta presidencial del Perú, aunque de acuerdo a la ONPE, Pedro Castillo se impuso por más de 40 mil votos a Keiko Fujimori en una elección en la que votaron más de 18 millones de peruanos y peruanas.

¿Una diferencia estrecha entre los dos candidatos es algo inédito en las elecciones presidenciales del Perú? La respuesta es un rotundo no. En 2011 Ollanta Humala se impuso a Fujimori por cerca de 450 mil votos (de un total de 16.466.397), y en 2016 fue Pedro Pablo Kuczynski el que aventajó a la lideresa por 46 mil “voluntades” (de un total de 18.342.896).

Entonces, ¿por qué no se ha proclamado un ganador después de casi 3 semanas de los comicios? Mientras que en 2016 la candidata aceptó “democráticamente” su derrota a los 5 días de la elección, en esta ocasión su agrupación ha judicializado el proceso (más de 200 mil votos impugnados) insistiendo en que se ha fraguado un fraude. Aunque organizaciones como la Unión Europea han señalado que “el proceso electoral del 6 de junio ha sido libre y democrático”, y han mostrado su confianza en que las autoridades electorales solucionen de manera correcta los litigios.

Ahora bien, ¿por qué sigue la incertidumbre en Perú? A diferencia de otros países —como Argentina, por ejemplo— que cuenta con un sistema de resultados preliminares y otro oficial; Perú cuenta con un conteo oficial progresivo. Las actas se trasladan desde los locales de votación hasta los 104 centros de cómputo que se encuentran a lo largo del país: primero se reciben las actas de los locales cercanos y finalmente las de las zonas rurales.

Paralelamente al Jurado Nacional de Elecciones (JNE) —único organismo encargado de resolver controversias— llegan los votos y actas impugnadas, así como aquellas que no hayan podido ser contabilizadas por ser ilegibles o por presentar errores materiales. Una vez resueltas las controversias las actas que apliquen se suman al cómputo final y se proclama al vencedor.

Las razones de revisión son diversas, pero responden al paradigma de “manualismo electoral” (Leandro Querido): faltan firmas, errores en la suma de los votos (intencional o por error humano), o dudas sobre si un voto fue correctamente marcado.

El alto —aunque no inédito— porcentaje de votos nulos también es fruto de este paradigma. La obligatoriedad del voto en Perú provoca que los electores anulen su voto deliberadamente cuando no encuentran una alternativa política atractiva.

Ahora bien, un porcentaje no desdeñable de los votos nulos responde a errores genuinos en el marcado de las boletas. En contextos con resultados tan estrechos, este número es decisivo. En este sentido, las autoridades deben continuar evaluando las tecnologías comprobadas que ya existen en la industria electoral. Por ejemplo, un sistema de voto electrónico bien diseñado alerta al elector cuando éste no emite un voto válido: si se vota más de una vez o si se omite algún voto; incluso le ofrece la opción de votar en blanco. Esto reduciría el número de votos anulados, agilizaría los tiempos de entrega de resultados oficiales, y ofrecería mecanismos para auditorías.

Si bien en las elecciones de 2011, 2016 y 2021 la cantidad de votos nulos es una constante (cercana al millón de votos en las segundas vueltas), entre la primera y la segunda vuelta de 2011 el número pasó de 574,875 a 921,711, haciendo patente que 350 mil electores que en primera vuelta se sentían representados, en la segunda vuelta prefirieron anular su voto antes de apoyar a alguno de los que disputaban el balotaje.

La solución de la falta de representatividad recae en los partidos y su capacidad de vincularse con el electorado. En el Perú se han creado distintas comisiones conformadas por profesionales de primer nivel para que diagnostiquen las falencias del sistema de partidos y elaboren proyectos de reformas electorales. Lamentablemente, no han encontrado asidero en la vertiginosa realidad política del país.