El populismo autoritario continúa vigente en América latina. No son pocos los analistas que hablan de un regreso al que bajo ningún punto de vista se le puede decir “triunfal” porque ya conocemos los resultados: desmantelamiento productivo e institucional, pobreza y represión.

En este mes de diciembre Transparencia Electoral y DemoAmlat presentaron un nuevo libro sobre la influencia del régimen de Cuba en la región. En este libro titulado “El modelo Iliberal cubano y su influencia en América latina” mencionamos el aspecto electoral. “La revolución no tiene tiempo para hacer elecciones” decía un joven Fidel Castro en los 60 mientras ganaba tiempo para sentar las bases de su proyecto totalitario. Recién en 1992 se sancionó una ley electoral la cual tenía por objeto darles un marco a las elecciones de partido único. En realidad, es la propia Constitución de Cuba la que criminaliza a la oposición política. El artículo 1 establece que “Cuba es un Estado socialista”, el 4to que su defensa “es el honor más grande” y el no hacerlo implica “el más grave de los crímenes, la traición a la patria”.

Las seis décadas que lleva esta élite en el poder son un faro, un modelo para los líderes autoritarios de la región que con discursos falaces y con financiamiento tan abultado como oscuro se aprovechan de la débil institucionalidad democrática para hacer campaña y desestabilizar gobiernos.

Con distintas intensidades se busca instituir este modelo. En Venezuela se da la versión más radical. Desde el 2013 un marcado giro totalitario, con un gobierno ilegítimo que construyó una oposición a su medida para hacerle un make up a sus elecciones ficcionales. En la elección del 6 de diciembre del 2020 quedó toda esta mentira organizada al desnudo,, sin embargo, continúan en el poder. El modelo sigue siendo “exitoso”.

Ahora la Asamblea de Nicaragua, que es la resultante de elecciones sin garantías, con intervenciones ilegales a las directivas de los partidos opositores y desafueros masivos a los asambleístas de la oposición aprobó la ley 1055 que permite calificar a los opositores como “traidores a la patria” y anular su derecho político a ser electos, además de ser susceptibles a causas penales.

Pero a todo esto se llega con discursos polarizantes propios de los populismos autoritarios, muy presentes en el México de Andrés Manuel López Obrador, en el Brasil de Bolsonaro, en la Bolivia de Arce y Evo Morales y en la Argentina de Alberto y Cristina Fernández. En contraste, preocupados por fortalecer el debate público y el centro político hay tres referentes que se destacan: Sebastián Piñera en Chile, Luis Lacalle Pou en Uruguay y Duque en Colombia, gobiernos que tienen sus problemas pero que evitan la polarización y buscan fortalecer el entramado democrático.

En las democracias sólidas la disputa política gira en torno a programas que claramente responden a miradas diferentes, concepciones distintas, pero hay un compromiso de base que tiene que ver con el respeto, la tolerancia y el mutuo reconocimiento como actores legítimos. Por el contrario, la lógica amigo/enemigo, patria/antipatria, pueblo/antipueblo excluye, daña severamente la institucionalidad democrática y quizá sea este el triunfo cultural más importante del “modelo cubano”, su influencia más perniciosa. Por ejemplo, los últimos discursos de la vicepresidente de Argentina buscan excluir a la oposición, “criminalizarla”. Se infiere de este ataque el siguiente interrogante: ¿por qué darle garantías electorales a los que según ella representan al “antipueblo”? Al contrario, desde esta perspectiva autoritaria sería una suerte de acto de justicia. El problema es que, así como ocurrió en Venezuela y ahora Nicaragua con la ley 1055, los discursos de odio luego adquieren la forma de productos normativos. Las decisiones que ha tomado el gobierno de Argentina, por ejemplo, con respecto a la forma en que se ocupó la vacante para la Cámara Nacional Electoral, o la intención de designar a un “juez militante” en el juzgado federal de la Provincia de Buenos Aires se guían por el faro de los autoritarismos que buscan dañar o eliminar la competencia electoral.

Los modelos exitosos son los que han construido mediante consensos un centro amplio, de auto reconocimiento que va desde la izquierda democrática a la derecha democrática. El costo de la destrucción de ese espacio puede ser provechoso para una élite autoritaria, pero es muy oneroso, una verdadera tragedia, para la inmensa mayoría de la sociedad. Y la destrucción del sistema electoral no es casual, dado que son las elecciones íntegras las que permiten dirimir qué modelos son más inclusivos, de lo contrario solo hay imposición, una imposición que resulta difícil sacársela de encima, que se apodera de un cuerpo social como un virus al cual las vacunas parecen no ser efectivas. Por lo tanto, cuando no hay vacunas efectivas lo mejor es acudir a la prevención y en este caso se trata de tomar distancia de los discursos polarizantes que se difunden desde el poder para condenarlos y aislarlos. La dirigencia política con compromiso democrático debe unificarse para penalizar políticamente a las autoritarias y a los autoritarios que buscan en la exclusión y en la supresión de derechos su particularista camino a la gloria.

¿Qué tipo de procesos electorales tendrán los países que llevarán adelante elecciones en el 2021? ¿Serán más parecidas a las de Venezuela y Nicaragua o a las de Uruguay y Chile? Y si pretenden ser como las primeras, ¿cómo deberíamos prevenirnos?