Los modelos que están en la mira de Maduro para afrontar la aguda crisis en que se encuentra sumergido el país, abatido, además, por la pandemia mundial. ¿Qué alternativas se plantea el gobierno dictatorial de Venezuela fuera de la salida democrática?

Para el momento en el que se escriben estas líneas, Venezuela está, como el resto del mundo, trastornada por la pandemia del COVID-19.  La cuarentena, los reportes de contagios y muertes, la población metida en sus casas y pegada a las redes sociales, son fenómenos que comparte con casi todos los países. Pero todo eso ocurre en un contexto extremadamente particular. Venezuela vive lo que muchos han definido como una Crisis Humanitaria Compleja, que es como una gran crisis que suma a muchas otras de carácter más específico. De todas, sin embargo, la fundamental es la política. Venezuela ha llegado a su situación actual por decisiones deliberadamente tomadas desde el Estado, y por mucho tiempo apoyadas por la mayoría de los venezolanos. Es un hecho que como sociedad hay que asumir. Su solución, en consecuencia, depende en gran medida de lo que ahora ese mismo Estado esté dispuesto a hacer.  Bien con sus administradores actuales, o bien, como desea una gran parte de la población y de la comunidad internacional, con otros administradores. Las preguntas que todos se hacen son: ¿qué es lo que los actuales administradores están realmente dispuestos a hacer? ¿Y si no son ellos, hay alguna posibilidad de que sean sustituidos por otros?

Es imposible prever respuestas que escapen de la especulación, pero hay un par de cosas que deben tomarse en cuenta. La primera, es que la pandemia encontró a Nicolás Maduro en medio de un plan de reformas. El colapso económico, la presión internacional y muy probablemente el consejo (o un poco más que el consejo) de sus aliados chinos y rusos, no le dejaban margen para muchas otras cosas. Habrá que esperar a las consecuencias de la pandemia, que según todos serán enormes en la economía, y al desarrollo de otras variables, como la política estadounidense, para ver cuál es el porvenir de estas reformas y, con ellas, de Venezuela entera. La segunda, está en la naturaleza misma de estas reformas. En modo alguno son novedosas. De hecho, en casi todos los regímenes comunistas (o socialismos reales) se había llegado a situaciones parecidas a las de Venezuela poco antes del colapso de la Unión Soviética. Fue ese momento gris de la década de 1980 en el que, de modo desesperado, se iniciaron políticas de “racionalización” con las que se buscaba salvar al comunismo adoptando criterios capitalistas, como la reducción de los déficits, la fluctuación de los precios y la autorización de cierta iniciativa privada. En Europa el comunismo no tuvo salvación y se vino abajo tan pronto la Unión Soviética lo hizo. Pero en otras partes –y esta es una variable muy importante que pocas veces se dice- las elites comunistas lograron atajar las crisis, reconducir sus economías hacia un “comunismo de mercado” y, cosa que debe llamar mucho la atención en el gobierno venezolano, quedarse en el poder.

No tenemos forma de saber si los asesores rusos y chinos han diseñado esta transición, que no es la que muchos esperan, pero sí es una forma de ir de una situación a otra; o si Maduro y su grupo, que han demostrado tener formación política, son los de la iniciativa. Pero resulta una hipótesis razonable pensar que la experiencia china, vietnamita o norcoreana, no hayan sido tomadas en cuenta. También acosado por sanciones (cosa que en realidad ningún régimen comunista de los ochenta, ni siquiera el cubano, tuvieron que enfrentar), la administración de Caracas puede ver un ejemplo a seguir en el conjunto de reformas impulsadas por Kim Jong-un.  Para cuando llegó al poder, su país sufría lo que podemos llamar inflación socialista. En 2012 había llegado al 116%.  Aunque las cosas estaban un poco mejor que en la década de 1990, cuando la hambruna dejó más de doscientos mil muertos, la escasez y la subida de los precios llevó a una “dolarización espontánea”: como en todos los países comunistas había un intenso mercado negro que se tranzaba con dólares. Kin Jong-un simplemente legalizó el uso de la divisa, especialmente del yuan.  En 2015 cambió la Constitución para permitir la existencia de empresas privadas. No es aún un país capitalista, pero ya hay un núcleo relativamente próspero de hombres de negocios, una clase media en crecimiento, y en Pyongyang se ven restaurantes de lujo y tiendas de productos importados, como las que en Caracas se llaman, actualizando un arcaísmo, “bodegones” (la palabra viene de las bodegas de los barcos, origen de esos productos).

Si Kim Jong-un, con su “seguro de vida nuclear”, hace esto, ¿qué decir de un país sin ese seguro, pero también con líderes sobre los que pesan sanciones y la economía en bancarrota?  A Kim Jong-un no parece irle tan mal. De hecho, aunque las espectaculares caídas de la URSS y del Muro de Berlín hacen pensar lo contrario, los casos como los de Corea del Norte son, con las diferencias obvias entre cada uno, al menos tantos como los de los países en los que las viejas elites se hundieron con el comunismo. Hagamos un poco de historia para redondear el punto: para mediados de la década de 1980 las economías de los países comunistas estaban, por decir lo menos, hiperventilando. En todas partes el modelo de planificación central había sido un fracaso. Para mantener los precios fijos, los empleos y en general el funcionamiento de empresas improductivas, había que inyectar grandes subsidios. Sus orígenes solían estar en la URSS, que compraba a altos precios productos de otros países comunistas, y vendía baratos los suyos, cuando no es que daba préstamos. Por supuesto, esta es una de las miles de razones por la que la URSS quebró. Pero ya en los ochenta ni el apoyo soviético era suficiente, y todos los países comunistas comenzaron a buscar financiamiento e inversión en Occidente. Pero eso implicó racionalizar un poco las cosas.  En un primer momento, el remedio pareció peor que la enfermedad, pero el éxito para quienes están en el poder parece estribar en su capacidad para controlar a la disidencia.

En efecto, si ya antes había motivos para estar descontentos con el socialismo, esta racionalización agregó algunos nuevos. Su primer resultado fue sincerar los precios, lo que implicó un aumento de las tasas de inflación que, en sus años más altos, alcanzaron en Vietnam el 700%, en Polonia el 102%, en Yugoslavia el 40% y en Hungría, donde el modelo mixto llamado socialismo goulash había ido más lejos, encima del 20%. También empezó a permitirse el uso de divisas. De ese modo apareció un nuevo fenómeno común en el paisaje comunista: el contraste entre los ciudadanos comunes que hacían largas filas para acceder a los cada vez más escasos productos subsidiados, y los privilegiados con acceso a divisas que compraban en, usemos el venezolanismo, bodegones.  Los polacos hablaban de dos tipos de personas: los de la basura y los de las bananas. Es decir, los que escarbaban en la basura y los que podían comprar ese producto de lujo que eran las bananas.  Intershop llamaban en Alemania Oriental y Tuzex en Checoslovaquia a estos bodegones. Cuando la URSS colapsó, los pueblos de los países de Europa Oriental salieron a las calles a reclamar el fin del comunismo, no su “racionalización” ni nada que implicara su salvación. Y con el comunismo, echaron a toda la vieja dirigencia al cesto de la basura.

Pero donde las elites no necesitaban de los tanques soviéticos para someter a sus pueblos, o donde habían decidido arrancar antes con las reformas, como China en 1979 y Vietnam en 1986, pudieron reconducirse en el poder hasta hoy. En estos países fueron las elites las que echaron al comunismo al cesto, manteniendo el control. De hecho, también lanzaron a la basura a la disidencia que reclamaba libertades políticas con las económicas. Corea del Norte y Cuba, incluso, no han tenido que abrirse completamente al comunismo de mercado para que sus regímenes unipartidistas sigan gobernando. En otros lugares, como Ghana y Tanzania, que tenían esa mezcla e cosas distintas a la que se llamó socialismo africano, la vieja dirigencia transitó hacia el capitalismo y el multipartidismo. Ahora debe compartir el poder, pero no ha sido borrada. Jerry Rawlings es actualmente un respetadísimo estadista africano. No está exento de controversias, algunas incluso muy agrias, pero nadie le podrá quitar el haber saneado la economía y conducido a Ghana hacia una democracia.

Pues bien, estas pueden ser partes de las referencias que la administración de Caracas tiene sobre la mesa. En cualquier caso, a mediados de 2019 sorprendió a los venezolanos legalizando la circulación del dólar y su libre fluctuación, liberando los precios y la importación de un conjunto de productos. A estas medidas siguieron otras, como la posibilidad de abrir cuentas en dólares, e incluso de pagar impuestos con ellos. Es notable después de dieciséis años de férreo control cambiario, tan lleno de medidas punitivas para quienes lo violaran, como de rendijas para violarlo. Pero las cosas habían llegado a un punto de no retorno. Venezuela estaba batiendo algunos récords mundiales muy malos: la peor contracción económica de la historia moderna (no de la venezolana, sino mundial, superior al -50% en cinco años); la hiperinflación más larga de la historia (más del 2.000% en 2017, del 1.700.000% en 2018 y del 7.000% en 2019); y la tercera crisis migratoria más grande del mundo (sólo precedida por la siria y por la de los desplazados dentro de Colombia).  Por si fuera poco, el tamaño de la crisis política puede resumirse con el hecho de que en Caracas hay dos presidentes: uno, Nicolás Maduro, con poder efectivo; y otro, Juan Guaidó, reconocido por más de 50 países y con control de gran parte de los activos de Venezuela en el exterior.

Como vemos, las crisis de los países comunistas de la década de 1980 se quedan pálidas ante el desastre venezolano. Pero su raíz era la misma: la quiebra de las empresas en manos del Estado, empezando por la estatal petrolera PDVSA, y un endeudamiento gigantesco. En vez de la URSS, el subsidio lo daba la renta petrolera, pero esta se desplomó por las caídas de los precios y de la producción. La primera, debida al mercado mundial, de unos 100 dólares el barril en 2012, a unos 30 dólares en 2016. La segunda, por los problemas administrativos de la industria, de unos tres millones de barriles diarios en 2013, a unos seiscientos mil en 2019. Este desplome de la producción se repite en todas las otras áreas entre 2007, cuando formalmente el Estado asume el socialismo, y la actualidad. Por supuesto, hay que hacer una aclaración: el socialismo bolivariano nunca fue un comunismo como el de Vietnam o Polonia, ya que incluso en sus proyectos iniciales se dejaba un amplio sector de la economía en manos privadas, pero sí se planteó que lo fundamental pasara a manos del Estado (según un estudio, más de un millar de empresas fueron estatizadas entre 2007 y 2017, entre ellas la telefónica, casi todas las empresas asociadas a la industria petrolera y siderúrgica, y bastante de la banca y la agroindustria). Como ya la industria petrolera había sido estatizada en la década de 1970, y el sistema venezolano giraba sobre los petrodólares repartidos de muchas formas distintas por el Estado, fue relativamente fácil avanzar en el modelo. Y también fue fácil que la mala administración del Estado hundiera a toda la economía.

Las reformas tuvieron consecuencias casi inmediatas: como por arte de magia apareció una restringida economía de mercado, con anaqueles repletos, carros de último modelo y restaurantes de lujo llenos de comensales. Los bodegones como las intershops son los nuevos signos de estatus. En cuestión de seis meses, todo, desde las cosas más grandes, como una casa o un automóvil, a las más pequeñas, golosinas que venden los buhoneros en el Metro, comenzó a tranzarse en dólares (en el caso de los buhoneros, se aceptan bolívares, pero al cambio del día). Técnicos, costureras, taxistas, médicos, abogados, peluqueras, comenzaron a cobrar en dólares, al tiempo que algunas empresas, para evitar que sus empleados se les marcharan, también comenzaron a pagar algunos bonos en divisas. Ya para febrero de 2020, según un estudio, el 55% de los venezolanos manejaban dólares de alguno u otro modo. La emigración masiva ha ayudado a eso de dos maneras: aumentando el valor de la mano de obra más o menos calificada que se quedó, y enviando remesas.  El temor de perder un buen empleado ha sido un incentivo para los pagos en dólares.

Según un estudio, el 40% de las familias venezolanas reciben algún tipo de ayuda del exterior, sea dinero o cajas con comida y otros productos. De hecho, buena parte del proceso de dolarización se enfocó en tratar de pechar de alguna forma a las remesas, que según algunos cálculos ascienden ya a unos tres mil millones de dólares anuales, pero que se envían por toda una red informal creada para saltar el control de cambios. Para los estándares venezolanos de hace diez años, tres mil millones de dólares no eran nada, pero tras el colapso de la economía, es una cifra atractiva. Hoy, el Estado que llegó a recibir un trillón de dólares entre 2004 y 2012, cuenta los centavos. Ahora bien, no son las remesas, que suelen llegar en bolívares, la principal fuente de dólares.  El Estado sigue siéndola, a través de varias vías; pero también hay mucha gente que logró ahorrar dólares gracias al control de cambios, una paradoja resultado de la combinación de dólares oficiales muy baratos y de muchas rendijas para llegar a ellos.  En la actualidad quien pueda vender algo en el exterior para conseguir dólares, lo hace. Y no se descarta, según algunos, la posibilidad de que estas circunstancias sean también una oportunidad para el lavado de dinero.

Pero que nada de lo anterior lleve a idealizar las cosas. Vivir en Venezuela es duro. Los servicios públicos están cerca del colapso, en marzo de 2019 un apagón masivo dejó al país sin electricidad por varios días, la gasolina escaseaba en la mayor parte de las regiones, obligando a largas filas de horas o días.  El sueldo mínimo es de unos 2 dólares al mes, y aunque la mayor parte gana más y recibe remesas y dólares por sus trabajos, hay mucha que debe arreglárselas para sobrevivir con eso y las cajas de comida que cada tanto da el Estado. Para ellos, como para la gente de la basura en la Polonia comunista, la opción es el hambre. En realidad, para que haya una auténtica recuperación, es necesario dar más pasos hacia cambios profundos. El punto es: ¿estará la administración de Maduro dispuesta a hacerlo? ¿Avanzará en la dirección de China y Vietnam, le irá tan mal como a los líderes de Europa Oriental o se convertirá en el sorpresivo Rawlings caribeño?

El Coronavirus, y cómo deje finalmente al mundo, dirá bastante. Para inicios de 2020 Maduro parecía estarse consolidando y la presión internacional da señales de ocuparse de otras cosas. Pero después de la visita de Guaidó a Washington en febrero de 2020, la ovación bipartidista que recibió en el Congreso y su recibimiento con honores de Jefe de Estado en la Casa Blanca, ha comenzado una nueva ofensiva. Ya no sólo se condena a Maduro de ocupar ilegítimamente la presidencia en Venezuela, sino que Estados Unidos lo ha acusado de narcotráfico, ofrecido una recompensa por su captura (y por la de muchas figuras del gobierno) y movilizado una flota al Caribe para combatir, según un tuit de Donald Trump del pasado 14 de abril, a los “narco-terroristas y traficantes que buscan desestabilizar a Estados Unidos y nuestro Hemisferio”.  También ha propuesto un esquema de transición en el que se incluye a los militares y aquellos chavistas que estén dispuestos a ayudar a sacar a Maduro. En respuesta, Maduro anunció que movilizará fuerzas de artillería a las costas. Ojalá que los destructores de la US Navy y los poderosos lanzacohetes BM-30 de la artillería venezolana no pasen de la disuasión. En unos meses veremos de qué manera la crisis de la pandemia ha arropado a las otras que padece el país, cuáles serán los otros pasos que darán, si los dan, los estadounidenses, y de qué tamaño será el margen de acción que le quedará Maduro para seguir con su racionalización del sistema, para liderar una transición bajo su tutela, o para ser empujado por otra que no lo incluya como un actor.

 

Tomás Straka

Director del Doctorado en Historia de la Universidad Católica Andrés Bello e Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia, ambas en Venezuela. Profesor e investigador invitado en la Universidad de Chicago, la Universidad Nacional Autónoma de México y el Pomona College.  Columnista en publicaciones y portales como Nueva Sociedad, Debates IESA y Prodavinci.com.  Entre sus libros destacan: La república fragmentada. Claves para entender a Venezuela; La voz de los vencidos, ideas del partido realista de Caracas (1810-1821); Hechos y gente.  Historia contemporánea de Venezuela.