¿Aceptaría el Frente de Todos, Alberto Fernández, Felipe Sola o Carlos Raimundi resultados electorales que provinieran de un sospechoso apagón informático de dos horas pedido por miembros del Ejecutivo según consta en el testimonio de la ex titular de la autoridad electoral de Bolivia? ¿Aceptarían esos resultados sabiendo que operaron en el proceso de transmisión y totalización de los datos electorales dos servidores fantasmas que no estaban habilitados? ¿Daría cómo válidas las 1575 actas que en el cómputo final los auditores de la Organización de los Estados Americanos determinaron que provenían de un servidor comprometido por un sospechoso acceso directo (no por la aplicación oficial) para modificar la base de datos cuya integridad no pudo ser verificada? ¿Considerarían transparente un sistema de carga en donde se documentó que hubo residuales de bases de datos desactualizadas de la aplicación en servidores perimetrales? ¿Hubieran dado como válidas los cientos de actas auditadas por peritos caligráficos de la Organización de los Estados Americanos (OEA) que concluyeron que fueron firmadas por una misma persona?

¿Aceptarían una derrota en estas circunstancias? Uno puede asegurar que no. Sin embargo, el gobierno de Argentina ha hecho una defensa ciega, férrea y cerrada del ex presidente Evo Morales, una defensa que no han hecho ni sectores muy representativos del propio MAS, el partido de Morales. Recordemos que senadores y asambleístas del MAS acompañaron el proceso de transición y el gobierno interino que sucedió al fraude.

Ahora bien, ¿todas estas pruebas representan un fraude electoral? Comencemos aclarando qué deberíamos entender por fraude. Este es un concepto que depende de la escala de irregularidades presentes en un determinado proceso electoral. Estas irregularidades están entendidas como toda conducta o acto que contravenga los procedimientos establecidos en la normativa electoral y se clasifican en 3 categorías: en primer lugar, se encuentran los errores y negligencias, es decir, acciones u omisiones de funcionarios de la autoridad electoral o miembros de mesa que se apartan de lo estipulado en la normativa, pero que carece de mala fe. Luego, en segundo orden, nos enfrentamos a las acciones deliberadas para alterar resultados. La magnificación de incidencias de este tipo suele ser una estrategia utilizada para alegar un fraude electoral masivo, sin considerar en qué medida puede impactar sobre el resultado final. Por último, la manipulación de las reglas, es decir, cuando se refiere al diseño de las reglas que desde un principio favorecen a un candidato o grupo sobre otro, en algunos casos restringiendo la participación política y en otros excluyendo, intencionalmente, a grupos de votantes.

Según la OEA, dadas una o todas estas irregularidades de manera sistemática se puede considerar la existencia de un fraude electoral. Ahora bien, el adjetivo estructural hace referencia a una percepción más integral de fraude, en la que además de lo que pueda suceder el día de la elección y de la manipulación de las reglas de juego, se consideran las circunstancias institucionales en las que se planifica y lleva a cabo el proceso, y en la que existe mala fe por parte de quienes dirigen las instituciones del Estado para afectar de forma menos visible y evidente el resultado.

Repasemos los hechos de la elección del 20 de octubre de 2019. El gobierno de Evo Morales invita a la OEA a realizar una Misión de Observación Electoral. Esto es lo que hacen todos los países que conforman esta organización internacional y que aceptan, por lo tanto, la Carta Democrática Interamericana. El argumento de la “intromisión y el neocolonialismo” solo es utilizado por los gobiernos que han decido tomar un camino totalitario y justifican el desvío democrático con estos argumentos falaces. Son los casos típicos de Cuba, Venezuela y Nicaragua. En el caso Bolivia no cuadran porque el gobierno invitó a la OEA a realizar una Misión de Observación Electoral y luego del escándalo y las denuncias también la invitó a realizar una auditoria integral. En definitiva, en el caso boliviano en cuanto a la sistematización de irregularidades han imposibilitado que un resultado electoral pueda validarse y por ende le cabe la figura de fraude estructural.

Este caso marca un antes y un después porque son tantas las evidencias documentadas que podemos asegurar que se trata del caso de fraude electoral más importante de la historia contemporánea de América latina. ¿Por qué el gobierno de Argentina confunde la política exterior y los intereses de una nación con posturas propias de una agrupación política que por afinidad ideológica puede apoyar a un partido o político de otro país? No queda claro. Lo que si queda claro es que, al confundir las cosas, cuando el Estado asume la posición propia de una agrupación partidaria, allí sí estamos ante una posición tutelar o de intromisión en los asuntos internos de otro país. Si a esto le agregamos que el gobierno de Alberto Fernández destinó fondos públicos para apoyar la campaña de Evo Morales en lo que respecta al voto exterior en la Argentina la figura del injerencismo se engrandece aún más.

La Secretaria General de la OEA invitó al embajador de nuestro país a una reunión a los efectos de brindarle detalle de todo lo observado durante el proceso electoral de 2019 y 2020, con las auditorías de integridad electoral sobre la mesa. ¿Aceptará la invitación? Quizá sea una buena oportunidad para que el gobierno argentino abandone esta actitud de proselitismo injerencista y asuma una posición propia del interés nacional y del respeto a la soberanía política de los países de la región. Los documentos de las auditorías están sobre la mesa. Solo basta con leerlos y luego de ello lo más difícil: asumir una posición políticamente honesta que se funda, además, en los intereses estratégicos de una nación.